"No sin mi hija" es una historia real; relatada por su protagonista, que fue ayudada en la redacción por el escritor William Hoffer (coautor de "El expreso de medianoche"), se construye la denuncia, la crítica, el relato del sufrimiento que hubo de aguantar a manos de un marido al que un día amó, en medio de una cultura que degrada a la mujer hasta límites que se antojan inconcebibles desde nuestra sociedad actual. Betty, norteamericana, felizmente casada con un médico de origen iraní, accede a viajar con su marido y su hija Mahtob hasta Irán, tras la caída del Sha, para conocer a la familia de su marido. Lo que en principio se plantean como unas malas vacaciones -el choque cultural es brutal- se torna en pesadilla cuando él, imbuído del poder que su sociedad de origen le confiere, decide obligarlas a quedarse para siempre. Y empieza una lucha, por adaptarse sin perder la cordura, por encontrar ayuda y poder escapar de un mundo en que no se reconoce a las mujeres derechos o dignidad. La historia está bien narrada: Betty nos hace partícipes de muchos sentimientos durante el desarrollo de la misma, y nos describe una cultura muy diferente con los ojos asombrados del que se ve rodeado por ella como en un laberinto: con algo de curiosidad y mucho de asco cuando aún ve la luz de la salida, y ha de enfrentarse con un país en el que la higiene es excentricidad: el baño, bianual, y los insectos o gusanos en la comida un bocado que es de mala educación dejar en el plato, el mal olor necesario para ahuyentar la mala suerte. Las mujeres tapan su piel celosamente: las más virtuosas sólo dejan un ojo al descubierto. Cualquier desviación de la vestimenta obligatoria, un leve mechón de pelo rebelde que se escape o las gruesas medias arrugadas suponen problemas -insultos y multa- por parte de los pasdar, el cuerpo de "policía del vestir" que recorre las calles para garantizar que todas caminen perfectamente decorosas. Una sociedad cerrada, que no reconoce sus defectos como tampoco lo hacemos nosotros. Un lugar donde la libertad se reduce a hacer por propia voluntad aquello que te han enseñado y ordenado. Fanatismo en la religión, miseria en las calles, malos tratos para garantizar la "educación" de las mujeres: un mundo que parece anacrónico, perdido, que no puede existir, y que se encuentra más cerca de lo que pensamos. Porque es una historia real, y ocurrió no hace demasiado, en 1984. Y sigue ocurriendo, porque mucha de la gente de la que habla seguirá viviendo como ella describe. Betty nos transmite su angustia, su incomprensión, sus remordimientos por acceder al viaje, su incredulidad por no haber sido capaz de ver rastro de la locura que escondía su marido, capaz de elegir para ella y su hija una vida de esclavas y una educación sostenida en la repetición de consignas y el temor al castigo, capaz de golpear y amenazar de muerte; hace falta mucho valor para resistir, para alimentar con cada pequeña acción la esperanza que les permitiera huir de ese infierno. Buscar la relajación que le diera algún soplo de libertad que le permitiera ponerse en contacto con la embajada, hablar con su familia, alentar a su padre enfermo allá en los Estados Unidos. No escribe con odio, agradece la ayuda de los que la ayudaron y casi comprende a los que no se atrevieron. Y esos momentos de angustia, de planes que podían salir bien o mal: ponerse en manos de contrabandistas para huir, en un camino agotador y plagado de riesgos. Huir llevando a su pequeña a casa sin que las autoridades la detuvieran y la devolvieran con ese hombre con el que un día quiso estar toda la vida y se convirtió en su peor enemigo. El libro está bien desarrollado, en una prosa fluida y cercana que te empuja a pasar página tras otra, que no te deja indiferente, que te hace reflexionar. Una visión de una cultura diferente y difícil de asumir.